PAISAJES PERDIDOS
     
 

El Castillo de Doña Blanca se aparece en una tarde de mayo.

 


Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria. /Académico Sta. Cecilia.


A Faelo, que duerme apacible en el Bosque Sagrado.

 


El arqueólogo, sumido en su tema de investigación, sueña y anhela hallar el yacimiento que le proporcione los datos necesarios para analizar la historia que quiere reconstruir con todo detalle. Cuando cree, o intuye, que ha encontrado lo que buscaba, siente una inmensa satisfacción y un deseo compulsivo y urgente de ver lo pretendido y poseerlo lo antes posible. Este desasosiego no es una curiosidad incontrolable y malsana, sino un deseo apasionado pero racional por hallar lo que se ha fraguado en su imaginación y buscado sin descanso tanto tiempo, convirtiéndose en ocasiones en un amor difícil de sobrellevar. Es eso también la investigación, pues al margen de sus aspectos teóricos, formales y técnicos imprescindibles, se alimenta de una historia de amor, a veces hiriente y enfermiza cuando te faltan los objetivos de tus sueños, la materia prima de tu vida científica. Pero, con frecuencia, alguien se encargará de enterrarlos, con una simple firma en un escrito redactado en serie, o con la palabra henchida de poder, o con la indiferencia o el silencio sepulcral. Lo frecuente es que te depositen sin más en la Casa del Olvido, con el agravante de que no olvidas y que tus objetivos persisten vivos. Es el capítulo más penoso y cruel de la historia no científica del Castillo de Doña Blanca, pero que tiene que ver mucho con ella. La historia desafortunada de muchas investigaciones.


Comenzó ésta en una tarde calurosa de fines del mes de mayo de 1978, en la Universidad Autónoma de Madrid, justo en la última clase del curso y en los momentos de la despedida hasta vernos, en unos días, en el examen de junio.


Un alumno gaditano, ante mi pregunta quejosa que no esperaba respuesta, de en dónde se podría excavar para investigar los comienzos de los fenicios en Cádiz, me indicó que conocía un montículo artificial en El Puerto de Santa María en donde había recogido materiales fenicios en una visita de estudio. Comprendí de golpe cómo se manifestaban los dioses, cuando no lo esperas, a su capricho, mientras te quedas arrobado sin saber qué decir y agradecido. Afortunada visita y dichosa curiosidad del alumno providencial por escudriñar el suelo y recoger minúsculos fragmentos cerámicos y guardarlos, como muchos recuerdos que tenemos arrumbados en casa, desapercibidos, hasta que hacemos limpieza y decidimos desprendernos de todo para, al final, no tirar nada. En unos días, él y yo estábamos en Cádiz, camino del Castillo de Doña Blanca, del que no había oído nunca hablar ni leído alguna noticia. Y, desde ese momento, comenzó una historia que dura hasta hoy, en una lucha continua de amor y desamor. Es tan largo el relato, es tan poco el espacio que tengo para escribirlo, que sólo referiré una mínima parte de él, el de su situación y su espacio. Dejo para otra ocasión otros temas curiosos y de interés, creo.


Se sitúa la ciudad, sin su nombre semita verdadero todavía, al pié de la Sierra de San Cristóbal, una espina dorsal alargada que separa el mar de la rica campiña. Los primeros fenicios que navegaron a Occidente se asentaron en la isla gaditana, prudentemente, y muy poco después - en unos meses - eligieron la sierra de enfrente para edificar una ciudad amurallada y permanecer allí por siempre. Un lugar idóneo para sus embarcaciones, para divisar a lo lejos, en todas las direcciones, al enemigo o al amigo, vigilantes en la cima de la sierra, con abundante agua dulce, piedra y madera para sus construcciones y muy cerca de la campiña, excelente tierra para el cultivo y el ganado. Y la pesca en el mar. Un punto inmejorable para sus pretensiones de comercio. Un lugar para una ciudad importante. Por su flanco oriental, desembocaba en ese tiempo el río Guadalete, y a sus pies se expandía la antigua línea costera y el mar, adonde alcanzaban sus olas. Hoy el paisaje se halla muy cambiado, pues el Guadalete con sus aluviones prestados y constantes durante siglos fue rellenando toda la zona delantera hasta la actual playa de Valdelagrana por donde discurre, en amplios meandros, hasta desembocar en El Puerto de Santa María. También ha desaparecido la masa amplia forestal, de pinos, olivos y quejigos, que se erguía en su entorno y proporcionaban frutos, madera y sombra. Un vergel, a poco que imaginemos.


La sierra ofrece ahora un aspecto pobre, triste y lunar, horadada sin piedad por las numerosas canteras al aire libre, gigantescos cráteres, que en muy pocos años han cambiado su rostro, su identidad y topografía. La ciudad fenicia y turdetana, tan llena de acción y de historia, se abandonó a fines del siglo III a. de C. Y allí se quedó varada. Pero los trabajos arqueológicos, el pico y la pala, la cámara de fotos, los obreros, alumnos y arqueólogos, la han despertado un tiempo de su estado durmiente y de su absoluto abandono. Es lo que aportan además estas investigaciones arqueológicas, el poder de resucitar el pasado. Por ello es tan excitante. Andamos por una tierra agostada y debajo se halla el milagro de una vida muerta. Lo que se llamaba la finca del Castillo de Doña Blanca, ahora es una ciudad fenicia, y lo que eran sólo piedras ahora son muros. El arqueólogo es, de algún modo, un resurrector, si es lícito emplear este término - que en realidad parece inglés -, quien rescata la vida del olvido y de la muerte dormida que espera. Me ha parecido tan elocuente y explícita que la incluyo en nuestro vocabulario arqueológico. Es la palabra que escogió el poeta José Luís Tejada, con quien compartía una tertulia en el patio lleno de flores y colores de la casa solariega de Faelo - Rafael Esteban Poullet -, cuando me dedicó uno de sus libros: "Diego, amigo, resurrector del Castillo de Doña Blanca". No la usó como inglesa, sino como genuina española. Bien merecería serlo. Resurrector suena a grandioso, como un eco grave y expandido, con sus poderosas erres al comienzo, al final y en el centro, bien pronunciadas pausadamente: re-su-rrec-tor. Término muy serio y expresivo.


El poblado, o la ciudad amurallada propiamente dicha, es un montículo artificial casi rectangular, junto a la antigua costa, de más de trescientos metros de este a oeste y de poco más de doscientos de norte a sur, unas siete hectáreas de extensión mal contadas, y en torno a 8 m. de potentes niveles arqueológicos, que narran en sus restos de ciudades superpuestas una historia que abarca desde las postrimerías del siglo IX a fines del III a.C., unos quinientos años cruciales para la historia de Occidente. En su esquina sudeste se extiende un espigón alargado que conducía al puerto y a la zona portuaria - de unas 6 Ha de extensión -, con grandes naves alargadas y anchas que albergarían las embarcaciones comerciales en épocas no navegables y otras cuadrangulares para el depósito de mercancías. Y todo protegido por una densa muralla.


Por el norte, en la falda de la sierra, se extiende la necrópolis en casi 200 Ha. Y en su punto más alto, conocido como Las Cumbres, un altar sacrificial de cazoletas de la Edad del Cobre, el poblado de la comunidad autóctona del Bronce final y zonas industriales de los siglos IV y III a.de C., de las que se ha excavado casi por completo una zona industrial para la elaboración de vino, con sus zonas de trabajo, almacenes, santuario y la vivienda del propietario. Junto a la ciudad fenicia, en La Dehesa, se esparce un racimo de cabañas del tercer milenio a.C., circulares y con paredes trabadas de barro y ramas. Más restos se reparten por el entorno de la ciudad. En total, más de trescientas hectáreas de vestigios arqueológicos. A los que se suman los de la ocupación de época islámica, desde el siglo VIII al XII-XII, del Castillo de Doña Blanca. Más tarde, la ermita de planta cruz griega, confundida con una torre defensiva que da nombre al yacimiento - Castillo de Doña Blanca -, que ha originado una historia cruel, de prisión y de muerte. Y los trabajos extractivos de piedra, que han dejado numerosas canteras de pilares, socavadas en el subsuelo, y con amplios espacios de gran belleza. Un lugar muerto que desprendía energía. La historia grandiosa que aguardaba tras la indicación del alumno oportuno gaditano en esa tarde inolvidable y dichosa de mayo.


Aquí me detengo, en la descripción de este lugar histórico y arqueológico, que tanto interés despierta entre los investigadores y amantes del pasado. Hubo un tiempo, hace ya muchos años, en el que la ciudad fenicia desbordaba alegría, agradecía que la pateásemos, hiciéramos incisiones profundas en sus entrañas de tierra y piedras de diferentes tiempos, se regocijaba de que hablásemos tanto de ella, de escuchar, coqueta y orgullosa, las voces tempraneras aún roncas y alegres de las decenas de obreros, profesores y estudiantes que la despertábamos cada mañana a las 7.00 h. Ahora, tras años de inactividad forzada y de silencio, duerme refunfuñando y olvidada en el país nuestro de los grandes abrazos, de las grandilocuentes palabras y de los grandes desprecios. En el país al que molesta su Historia. Y no hallo una razón que me convenza.

 

 
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